Cuento
INOCENTE
Autor: Yasser
Rafael Palacios Pérez
GANADOR DEL
“I CONCURSO DE CUENTO DE LA PRIMITIVA CIUDAD DE LEÓN DE NAGRANDO – 2015”
Sitio
Ruinas de León Viejo
Patrimonio
Cultural de la Humanidad
Instituto
Nicaragüense de Cultura
2017
Créditos
Coordinación
Instituto Nicaragüense de Cultura
Texto Original
Yasser Rafael Palacios Pérez
Edición
Auxiliadora Pérez G.
Alba Obando S.
Ilustraciones
Diseño
e impresión:
Cuento:
INOCENTE
Autor:
Jasser Rafael Palacios Pérez
GANADOR DEL “I CONCURSO DE CUENTO DE
LA PRIMITIVA CIUDAD DE LEON DE NAGRANDO – 2015”
Sitio
Ruinas de León Viejo
Patrimonio
Cultural de la Humanidad
Instituto
Nicaragüense de Cultura
2017
En aquel momento no estaba
seguro de que sucedía en la plaza; solo sabía que el collar que estaba entorno
a su cuello era molesto, que tenía hambre, sed, sueño y que quería regresar a
su barraca para poder dormir mientras los patrones asistían a aquel evento,
pero nadie le dejaba moverse, había sido obligado a ir. No se fijó en muchas
cosas, no miró los bellos vestidos que adornaban a las españolas ni los finos
trajes de los patrones, estaba viendo a la jovencita hija de su dueño, tenía el
cabello chocolate y una piel blanca como la leche, sus labios sonrosados y una
mirada encantadora, la niña que probablemente tenía diez años, cinco mayor que
él; se escondía detrás de su madre.
Escuchó
voces murmurar proviniendo de los señores y señoras, todos estaban
escandalizados por lo que sucedería, pero… ¿Qué iba a suceder? Hasen no estaba
enterado de la situación, quería hacer pis. Pudo captar un nombre resonar entre
todos los habitantes “Francisco Hernández de Córdoba” levanó la mirada del
suelo para observar la tarima montada en el centro de la plaza, un hombre de
tez pálida iba subiendo siendo arrastrado por un guardia y el verdugo estaba
esperando al borde de un tronco con un hacha en mano. Hasen abrió sus labios en
sorpresa, cuestionándose porque aquel reconocido hombre estaba ahí.
No
tardó demasiado tiempo en averiguarlo; Francisco Hernández de Córdoba fue
siendo obligado a inclinarse hasta quedar en una extraña posición, de rodillas
apoyado contra el tronco. El niño de piel canela se apartó de su gente
avanzando en busca de una visión más clara, sin proponérselo acabó a una corta
distancia del conquistador y el verdugo, captando la mirada del sentenciado a
muerte. Había miedo en la mirada de Francisco, había dolor y rabia, todo eso
pudo ser percibido por el niño y antes de poder parpadear el hacha cortó el
aire estrellando su filo contra el cuello del colonialista; ¡La cabeza rodó por
la madera de la tarima y la sangre empezó a manar! El pequeño gritó
retrocediendo hasta caer al suelo y siguió retrocediendo, arrastrándose
mientras el verdugo sujetaba la cabeza de Hernández de Córdoba ante la mirada
de la población.
Isabel se despertó con los gritos
y maldiciones que llegaban hasta la ventana de su recamara, sabía bien que
estaba pasando, así que se incorporó lo más rápido que pudo para ir directo a
la ventana. Pudo verlo desde lejos, el capataz estaba azotando a un pobre
muchacho con tanta furia que parecía que el niño había cometido un crimen
aterrador. Pero ella conocía a Hasen tan bien como la palma de su mano, era
noble… era bueno, no le haría daño ni a una mosca, ¿Por qué razón ahora era
azotado? Su corazón se oprimió ante la imagen del chico, solo tenía quince años
y había pasado por tantas cosas, era huérfano, trabajaba de sol a sol todos los
días, ella se sentía impotente al escucharlo hablar con sus dioses en busca de
la muerte, en busca de libertad. Quería ser libre… ella no podía darle la
libertad. Con el corazón rompiéndose se alejó de la ventana cruzando la puerta
de su habitación para continuar el camino de descenso hacia la cocina.
—
¿Qué
ha hecho ahora el pobre Hasen querida Yatzil? — su nombre ahora era María, pero
a Isabel le agradaba su nombre, el nombre que los padres de la anciana indígena
le habían colocado.
—
Ha
robado una hogaza de pan niña — respondió la mujer, Yatzil fue de las primeras
en aprender con éxito la lengua castellana, fue bautizada a la fuerza como
muchos de los suyos y perdió todo en las batallas, ahora era su cocinera…
odiaba que su padre le obligara a usar ese collar entorno al cuello. Yatzil no
iba a escapar, era una anciana que apenas y se movía bien — El capataz se ha
enfurruñado con él y le ha dictado cincuenta esta vez.
—
¿Y
padre?
—
El
señor salió por la mañana — murmuro la anciana, guardando su opinión sobre lo
que haría el padre de la niña si estuviera presente, probablemente sería peor
que la decisión del capataz. Isabel también estaba consciente de eso.
Hasen se removía de dolor en el suelo, con la
espalda bañada en sangre y lágrimas en los ojos. Trató de ser fuerte, cada día
se repetía que debía ser fuerte pero esta vez no pudo contener los gritos, el
señor López le golpeó sin piedad. Cerró los ojos, pudiendo encontrarse de nuevo
con la mirada de Hernández de Córdoba, encontrándose con su cabeza rodando
mientras la sangre bañaba la plaza, aquello le hizo estremecerse. El castigo
que él recibía era peor… pero no quería morir. Quería ser libre.
Unos pasos silenciosos le
hicieron alertarse, la última vez… López no sólo le golpeó, le humilló de una y
mil maneras y temía que el hombre no hubiera acabado con su castigo, su corazón
se aceleró temeroso de otra reprimenda pero pudo sentir un líquido recorrer la
espalda, quemando lentamente su piel, mordió con fuerza su propio inferior
hasta que sintió el tacto de la tela limpiando sus heridas. Ladeó el rostro y
justo ahí, pudo verla inclinándose sobre su sucio cuerpo, la señorita Isabel
dejaba una canasta sobre el suelo tratando con afecto las heridas de Hasen.
—
¿Cuándo
aprenderás mi querido amigo? — preguntó, con una voz suave, agradable, tan
diferente de la señora que poseía una voz áspera.
—
Tal
vez cuando sea libre, señorita — replicó el muchacho con voz cansina.
—
No
quiero que te maten mi amigo.
—
Su
padre no me extrañaría señorita.
—
Yo
si — contestó la muchacha, cubriendo las heridas del chico con vendas
improvisadas — Y deja de llamarme señorita, soy Isabel.
—
Y
yo soy su esclavo.
—
Eres
mi amigo.
—
No
quiero desquitar mi enojo con usted señorita, pero a sus amigos no los tratan
como a mí — al ver los ojos de Isabel, supo que hizo mal en pronunciar aquello,
se arrepintió de inmediato pero ella le interrumpió.
—
Lo
siento Hasen — murmuró, con pesar en la voz — Sabes que no puedo hacer mucho.
—
Señorita…
—
Solo
puedo tratar de cuidarte, me lo pones difícil.
Ambos sonrieron, sólo un poco
antes de que ella tuviera que marcharse, dejando un poco de pan con mantequilla
para el chico quien lo devoró como si no hubiera mañana y es que, probablemente
sería su única comida durante días.
Durante diez años la cabeza del
fundador estuvo alumbrando la calle comercial de la ciudad de León de Nagrando,
recordando que nadie estaba exento de un castigo, y menos los esclavos. La luz
que se proyectaba desde el interior del cráneo más que reconfortante resultaba
perturbadora, era como una señal de muerte, como una señal de tragedia; Isabel
se aferraba al brazo de su madre cada vez que pasaban por aquella calle, aquel
día no fue la excepción.
—
Todo
estará listo en unos días mi querida hija — la áspera voz de la señora Peralta
provocaba que Hasen quisiera taparse los oídos para no volver a escucharla.
—
¿Tengo
que hacerlo? — la voz tímida de la señorita apenas y llegaba a sus oídos, el
joven suspiró pesadamente observando las cajas que estaba cargando, habían ido
a la costurera, a la tienda de telas, a comprar frutas y flores. Habría una
gran fiesta en casa dentro de poco tiempo.
—
Es
el mejor partido que podrás conseguir mi niña.
—
¿Sólo
por ser el hijo del gobernador? — cuestionó la muchacha con un tono un tanto
más retador — ¿Y qué pasa si amo al panadero?
—
Tu
padre mataría al panadero.
Era una pregunta retórica, pero
bastó para que el tema fuera zanjado por ambas partes. ¿El señor mataría a
quien amara a su hija y no fuera digno de ella? ¿Entonces él podría morir si
confesaba su amor? ¿Qué era una boda? Oh si, el sacerdote se los explicó una
vez, cuando dos personas se unen en sagrado matrimonio, como dirían los suyos:
Cuando dos personas deciden estar juntos y tener hijos. Él no quería que Isabel
se casara con el señorito hijo del gobernador, nadie merecía a aquel ángel.
Catorce días después la ceremonia
fue realizada en la Catedral de Santa María de la Gracia, un acontecimiento que
puso a temblar a toda la ciudad, una enorme fiesta de la cual el joven Hasel y
los demás esclavos no fueron parte, excepto por aquellos que fueron movilizados
para ser trabajadores, como la vieja cocinera.
Yatzil lloró durante la boda, no
porque la niña se casara, sino porque el hijo del gobernador era conocido como
un hombre cruel y mujeriego, ¿En qué manos fue a parar la pobre joven? Se
cuestionaba la anciana mientras servía sopa en diferentes platos de porcelana
artesanal.
La niña no volvió a la casa de
sus padres durante al menos un mes, durante el cual Hasel se vio desamparado
ante las crueldades de López, la indiferencia del patrón y el odio que la
señora le tenía. Esta vez no había nadie que lo cuidara, ni siquiera la pobre
Yatzil podía hacer algo para protegerlo después de lo que sucedía.
Probablemente el problema del muchacho era que nunca podía contener su boca y se
metía en problemas con facilidad. Así era él, el pequeño Hasel, uno de los
esclavos más jóvenes, se metía en problemas por tratar de ayudar a los suyos y
nadie más hacia lo mismo por él, pero no importaba, el no buscaba retribución.
Una noche fría de diciembre el
sonido de un carruaje anunció la llegada de la niña de la casa, la familia se
llenó de alegría al recibir a la señorita… no, a la señora Isabel de Gonzales
junto a su marido, Paolo Gonzales Toledo, el orgulloso hijo del Gobernador;
pero había algo diferente en la joven Isabel, algo que no sólo Hasel pudo notar
de lejos, sino todo el que la conocía bien: Aquel brillo en su mirada ya no
estaba presente, apenas sonreía y con dificultad conversaba.
Mientras el frío calaba sus
huesos, el joven esclavo se cuestionaba sobre la situación de su amada, era
triste saber que no era feliz, tener consciencia de que él deseaba hacerla
feliz pero él no podía debido a su desafortunada situación. Sus ojos comenzaban
a cerrarse al igual que sus brazos entorno a su abdomen, incluso los sentía ya
dormidos, otra noche castigado sin cena en la celda más oscura y alejada de los
demás esclavos, fue en ese momento que la tenue luz de una vela le brindó un
poco de calor y al levantar la mirada se encontró con su ángel de cabello
chocolate.
—
¿Ahora
qué hiciste mí querido amigo? — preguntó la joven empujando la puerta para
introducirse en la celda, llevaba una pequeña canasta y frente al esclavo, agitó
la llave que abría la cerradura— López está ocupado comiendo, no se ha dado
cuenta.
—
Se
meterá en problemas señori… señora.
—
No
me importa si puedo ayudarte — respondió la dulce Isabel inclinándose para
dejar la canasta en el suelo y apoyar la vela en un sitio seguro, sacando algo
de pan y pollo frito lo cual extendió al muchacho— Come, Yatzil me ha dicho que
te castigaron sin comer durante casi dos semanas.
—
Sólo
trate de evitar que el capataz azotará al niño que su padre ha comprado —
murmuró el joven, sujetando el pollo para morderlo con fiereza, casi
atragantándose con la carne.
—
Nunca
aprendes, ¿Cierto? — Isabel dibujó una sonrisa en sus labios cereza.
—
No
creo que vaya a aprender algún día — confesó el muchacho mordiendo de nuevo el
pollo— ¿Por qué ya no sonríe señorita? ¿Por qué no hay luz en sus ojos?
Hubo un lapso de silencio donde
Isabel fue bajando la mirada hacia sus manos, un pequeño destello se hizo
visible ante la luz de las velas, Hasel no tardó en reconocerlo… eran lágrimas
que iban corriendo por las mejillas de la muchacha. Tímidamente se acercó para
tomarle la mano.
—
A
veces las personas se encargan de apagar tu luz y dejarte en la penumbra —
comentó el joven en voz baja— Pero el sol siempre sale al día siguiente, Isabel
— era la primera vez que le llamaba por su nombre y eso hizo que ella sonriera—
Sólo debe creer que todo mejorará.
La puerta de la celda se abrió de
golpe, provocando que los dos jóvenes se exaltaran, el rostro de Isabel se
desfiguró en horror puro cuando la figura de su marido cruzó el umbral
arrancando la comida de las manos del esclavo y sacando casi arrastrada a su
esposa. Hasel no pudo defenderla debido a que recibió una patada en el abdomen
y sólo pudo escuchar el forcejeo mientras la celda se cerraba.
Al día siguiente López abrió la
cerradura y le dejó en libertad con la sentencia de que sería la última vez, a
la próxima él mismo le asesinaría. Avanzando entre los pasillos de la casa,
llevando las cajas con las verduras para la cocina, escuchó un grito provenir
desde el segundo piso, una voz que para él era conocida, dejó las cosas en el
suelo y corrió a grandes zancadas hasta cruzar el pasillo.
Empujó la puerta de la habitación
de Isabel, encontrándose con una escena que le partió el corazón; la joven
Isabel estaba tendida sobre el suelo con una navaja clavada en su vientre,
pensó en gritar, en pedir ayuda pero lo único que pudo hacer fue lanzarse sobre
el cuerpo de la joven y sujetarla entre sus brazos.
—
Señora
— masculló con la voz cortada, Isabel tenía moretones en el rostro, el labio
roto y el ojo derecho de color purpura, sus dos manos estaban en el abdomen y
fue en ese momento que Hasel comprendió. — Permítame — susurró, retirando con
cuidado el artefacto mientras hacía presión en la herida intentando detener la
hemorragia.
—
Querido
amigo, creo que esta es la última vez que nos vemos.
—
No
diga eso señora, iré por ayuda.
—
Quédate
por favor — sollozó la joven cerrando sus ojos. Él no deseaba verla partir, no
deseaba ver al dios de la muerte ir por aquella criatura que durante mucho
tiempo fue la única que cuido de él.
—
Señora…
Ya no hubo respuesta. Isabel
había muerto, llevándose una parte de él con ella.
Con el corazón hecho pedazos se
inclinó dejando que su boca acariciara los labios fríos de la joven,
estrechándola con fuerza entre sus brazos como si de aquella manera iba a
hacerla regresar, la sangre ya estaba cubriendo el suelo y todo el cuerpo del
muchacho.
Ni siquiera pasaron diez minutos
cuando la puerta volvió a abrirse y en ese momento entró el patrón, seguido del
esposo de Isabel y el grito de la señora no se hizo esperar provocando que
Hasel se alarmara. Aunque el responsable de la muerte de la adorable Isabel no
era el esclavo, el crimen recayó sobre el menor. El patrón lo arrastró a través
de la casa y lo sacó a la calle, sólo para llevarlo ante el comisario para ser
juzgado o más bien para ser sentenciado sin ninguna consideración.
Esa misma tarde, la población de
León de Nagrando volvió a reunirse en la plaza de la ciudad, para ver la ejecución
de un muchachito de quince años, acusado de haber asesinado a Isabel Peralta. A
pesar de todo, el único pecado del joven Hasel fue haber estado en el lugar
equivocado, en el momento equivocado.
Fue empujado por un guardia hacia
la tarima, aquel sitio le había aterrado durante años, desde el día en que
Francisco Hernández de Córdoba fue ejecutado en ese mismo lugar, ahora él se
encontraba allí, siendo acusado de asesinato. ¿Acaso iba a ser capaz de
asesinar a la mujer que amaba? De nada servía quejarse, no tenía nada para
defenderse y nadie iba a meter las manos al fuego por él.
Mientras el verdugo preparaba el
hacha, el niño ocupaba su lugar frente al tronco en espera del golpe.
—
A
Dios encomiendo mi alma.
Exclamó el muchacho justo en el
momento que el asesino se incorporaba de su asiento acercándose hacia Hasel, sólo
escuchó el hacha cortar el aire y luego el frío metal abrirse paso contra su
piel, contra sus nervios, sus huesos y la consciencia abandonó su cuerpo.
El dios de la muerte se presentó
ante su presencia. Y gentilmente extendió su mano para llevárselo de aquel
mundo.
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